Hoy ha muerto Mandela y se me figura
que murió un amigo, casi un padre, seguro un compañero entrañable. No una
figura lejana, de foto de periódico, de banderas de otros países.
Cumplió sus 95 años, alcanzó a realizar mucho de lo que soñó, fue el hombre más querido de su patria Y aún así uno no se conforma con su ausencia.
Recuerdo que una periodista francesa supo
encarar a Ho Chi Minh y preguntarle: “¿estuvo
mucho tiempo en la cárcel?” Ho contesta: “la cárcel siempre es mucho tiempo”
Mandela estuvo veintisiete años de
ese mucho tiempo tras las rejas.
Es poco decir que ese sufrimiento no
alimentó su odio ni creó resentimiento. Lo importante es que parece haber usado esos
años para macerar una humanidad total y una capacidad de comunicarla, definir con sencillez por dónde ir hacia el bien de
todos porque su pensamiento ponía ese norte por delante de cualquier otro.
Hay algo que suelo guardar para mi
intimidad, que conté alguna vez entre amigos en algún festejo, en el momento de
las confidencias: una vez tuve a Nelson Mandela en brazos, por un momento
breve, interminable.
Pienso que con el tiempo quedará como
un recuerdo de familia, o de amigos que van sobreviviendo, esas leyendas que
van de una generación a la siguiente sin sospecha de veracidad, más adecuadas
para relatar algún rasgo de quien se recuerda que para verificar si realmente
ocurrió, si aun no siendo así pudo pasar algo parecido o si le pasó a otro, o
en otro lugar, o con alguien distinto al que se menciona.
En el año 2000, la Conferencia
Mundial sobre vih-sida y ETS se realizó en Durban, Sudáfrica. Había que hacer,
por fin, una conferencia en África y el país del sur fue elegido. Un poco
porque en aquellos días vestía bastante bien a casi todo el arco político
mundial sacarse una foto en el país de Mandela, los diamantes y el bastante
intacto poder económico afrikáner. Otro poco porque Mandela ya no era presidente
y su sucesor, Mbeki, parecía tener menos arraigo social que Madiba y eso generaba expectativas de
realineamiento según qué presión internacional resultara más eficaz.
Otro poco, mucho, porque con una población similar a la de Argentina se calculaba que en Sudáfrica 8 a 10 millones de personas vivían con vih y para los grandes laboratorios todo era cuestión de manipular la opinión mundial, comprometer al nuevo gobierno y quedarse con ese mercado cautivo fijando precios y condiciones.
Otro poco, mucho, porque con una población similar a la de Argentina se calculaba que en Sudáfrica 8 a 10 millones de personas vivían con vih y para los grandes laboratorios todo era cuestión de manipular la opinión mundial, comprometer al nuevo gobierno y quedarse con ese mercado cautivo fijando precios y condiciones.
Fue también el año que los hispanoparlantes
peleamos por presentaciones dichas en nuestro idioma, el idioma más relegado en la
traducciones simultáneas: "Latinoamérica quiere oír, Latinoamérica quiere hablar". Una buena movida, quizás porque la Conferencia se
hacía por fin en el hemisferio sur, quizás porque ese año el contingente
argentino fue muy numeroso.
El caso es que estaba en esa Conferencia,
caminaba todas las mañanas un par de kilómetros desde unos dormitorios universitarios hasta el Centro
de Convenciones que se alzaba frente al estadio de Cricket, ese insulso deporte
inglés que apasiona a los sudafricanos. En el trayecto admiraba el ritmo de
caminata de los cientos de miles de sudafricanos que llegaban a la ciudad desde
pueblos situados a cinco o diez kilómetros para trabajar durante el día y volver a
caminar esos kilómetros por las tardes hacia sus casas. Y descubría el
verdadero signo del racismo en esa familia de negros que antes cruzarse conmigo
bajaba la mirada y con ello repetía el gesto de siglos, de la esclavitud al empleo
mal remunerado, del sometimiento al apartheid, siempre por los diamantes, en
ese país en el que la revolución permitó a millones de negros acceder al voto, la filiación política,
mejores empleos y la igualdad ciudadana mientras el poder económico de mineros
y banqueros se mantenía en las mismas manos.
Y la franqueza de las miradas en las marchas,
a toda carrera como antes, cuando arreciaba la montada y desde algún jeep una
ráfaga se cobraba decenas de vida. Miles al trote, cantando con voces maravilosas corales de esperanza y dolor, tal vez porque un viejo atavismo local supo cruzarse con la no tan vieja costumbre del canto en los templos anglicanos, de dios a un hombre un voto por décadas. Así que las marchas siguieron,
como la cárcel de Mandela y sus compañeros, como la construcción del Congreso Nacional Africano y su resistencia, también como las tropas cubanas que le bajaron la barrera al ejército afrikáner en su frontera para siempre, todo llevó a esa Sudáfrica donde ahora estaba
todo por hacer, pero además por primera vez se hacía posible.
Y todo era tan nuevo que por momentos
me quedaba absorto en la mirada de un grupo de chicos, algunas flores, las
familias descendientes de hindúes caminando en fila, el padre adelante, la
madre después y los chicos. Yo llegaba al Centro cada día, salido del tiempo,
detenida mi atención en algún detalle y el resto de mí seguía caminando nomás.
Así que ya casi estoy entrando al
Centro y una limusina negra se me aparea, adelanta y va deteniendo hasta que casi
la alcanzo, aunque aún no la veo. Y un par de tipos de traje, tan altos como
anchos, han bajado y se están ubicando a ambos lados de la puerta trasero, que
ya se abrió. Pero yo seguí caminando, ahora recuerdo que con la cabeza baja,
así que llego al puesto de uno de los gigantes antes que él. Y el hombre que salía
del auto ya me tiene sobre Él y nuestros brazos se cruzan y ahora me doy cuenta
que me estoy llevando por delante a alguien y me detengo y quiero sostenerlo y
mi mirada se cruza con la mirada definitivamente bondadosa, humana, calma, de
Nelson Mandela, mientras sostengo en mis
brazos la fragilidad ese cuerpo que supo de la fortaleza del boxeo, de la
disciplina del ejercicio diario para que sus enemigos no logren con la rutina
lo que no pudieron con la tortura, el maltrato y la cárcel.
Y Mandela comenta algo mientras
literalmente yo retorno sus pies al suelo sin animarme a mirar a los costados
porque temo que los dos gigantes, el que llegó a su puesto a tiempo y el que
no, no crean que este es un encuentro casual entre el más grande hombre de
Sudáfrica y un despistado de los que abundan por todo el mundo.
Y todavía hay unas palabras más, en
inglés, de esa voz clara y amable, pero entre mi poco inglés y la emoción no
entiendo nada y me conformo con sonreír, darle la mano, apartarme y seguir caminando
mientras Mandela espera que a los dos gigantes que ya están a su costado se
sumen otros dos y entonces el grupo comienza a caminar hacia el Centro.
Suelo soñar, como cualquiera, situaciones
que de algún modo sé, preveo que nunca van a suceder. Y me pregunto qué haría,
cómo aprovecharlas mejor, cómo no perder esa oportunidad única.
Tengo el mismo sentimiento hacia Mandela
desde que supe de él en la universidad. Cariño, admiración, respeto, la intención
de acercarme, lo poco que pudiera, a su
ejemplo. No necesitaba entonces de este encuentro que en sueños hubiera
supuesto de otro modo, entender las palabras de Mandela y responder con un
inglés que no tengo y hacer un millón de preguntas, responder a las suyas, hacerle
saber un poco de Argentina, de nuestro pueblo y de cuántos aquí también lo
admiran.
No hubo nada de eso. Tampoco fue
necesario: por un segundo tuve toda su atención, no porque fuera yo sino porque,
lo creí siempre pero lo confirmé ese día, Mandela se reunía naturalmente con lo
que lo rodeaba, sin resistencia se fundía con el mundo. Y por un momento yo fui
parte de ese entorno. ¿Para qué más?
Pues bien, pasó y espero que la
historia quede en mi entorno, en mi familia. Para que los que vengan sepan de mi
fortuna y mis despistes. Para que la historia de Mandela se siga recreando de
boca en boca. Es el modo en que los pueblos hacen eternos a los suyos.
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