Va a
pasarme. A mí, a los de mi tiempo, a los que vendrán. Pero también a Ellos. Un
día habrá de suceder.
El último de
los genocidas, tal vez alguno no alcanzado por denuncias e
investigaciones, un NN del otro lado, del que nos llegaron sus crímenes
pero no su nombre, su identidad. El último, conocido o desconocido, habrá de
morir.
Deslizándose
del inodoro al piso en una cárcel, en su casa, en su cueva. Tal vez en su cama,
tal vez acariciando a su mascota, a un nieto, tal vez mirando a través de una
ventana.
El último
genocida que anduvo por estas tierras ya no estará entre los vivos. Será una
foto, un recuerdo, un sentimiento que emerge a su nombre, al relato de sus
acciones.
Ese día,
oscuro, claro, brillante, frío o quizás espeso, como esos días de verano que uno
camina con el aire húmedo cerrándose sobre el cuerpo, un día ese hombre o esa
mujer, se irá de este mundo que los padeciera, pero lo suyo no habrá
terminado.

El horror
seguirá en los libros de historia, las novelas, el lenguaje bélico, ese que ya
no se nos despega, en las miradas preocupadas de los padres y los viejos. El horror
seguirá en el hecho, hoy cotidiano, de alguien que ejerce su poder
personal, individual sobre otra persona asesinándola, a veces también a sus hijos,
a los suyos, con la excusa del amor no correspondido, de la bronca. O sin
excusa. Hechos cotidianos, la bala fácil, el golpe, la tortura, fáciles tras
lo habitual del genocidio.
El horror
seguirá. Espero que no en los silencios de los libros de historia, espero que no en esa mirada que a veces rehuye en los padres y los viejos. Espero que tampoco en su
repetición, ese volver de los humanos a aquello que ya hicieron y que, como todo lo
demás, puede suceder porque ya se hizo. Y quedó. Más oculto para ser prevenido
que para devenir en huevo de serpiente. Todo queda.
La
vergüenza. Y el dolor otra vez y el horror y la sorpresa y la imposibilidad de
reconocerse en el mismo lugar, el mismo país, la misma sociedad, la misma
especie que aquellos que aunque ya no están entre los vivos resurgen en esos
crímenes que son su propia identidad.
Eso es la
lesa humanidad: una herida a nuestra especie que ya no cierra. Son los genocidas que vinieron a ensuciar nuestra solidaridad,
nuestra rebeldía, nuestra generosidad y voluntad, nuestros mejores hábitos, nuestra
capacidad de amar, nuestra capacidad de odiar pero "hasta ahí", no más, nuestros sentimientos
y recuerdos, todo ensombrecido por su cobardía y su criminalidad, débiles palabras para referir eso que
no tiene nombre, que uno puede decir con palabras conocidas, tal es la imposibilidad
de expulsarlo de nuestras vidas, tal es la fuerza que lo vuelve a nuestra mente
cuando ya parecía enterrado en el pasado. Y avergüenza, confunde, espanta, cierra caminos que sólo pueden abrir los pueblos y su persistencia, que
a veces pueden sancionar las instituciones que los pueblos se apropian por momentos,
para que nos podamos defender cuando lo oscuro quiere volver bajo la forma de
una falsa reparación de un olvido a corto plazo.
Eso es lesa
humanidad: que algunos hagan eso que causa espanto, ese que habrá de acompañarnos a todos los
humanos mientras nuestra especie siga habitando este mundo.
Los pueblos de nuestro continente diezmados, las cruzadas, el esclavismo, África condenada a la sangría permanente, Armenia, el Holocausto, los asesinados y enterrados en tumbas aún sin nombre ni reconocimiento en España. Y Vietnam, Libia, Irak. Y otros pueblos que no tuvieron la posibilidad de que se sepa, pero alguna vez se sabrá y aunque no, igual habrá de pesarnos. Y lo que hicimos en Paraguay. Eso que hace que yo, aún no nacido cuando esa invasión, nunca soldado, nunca bajo mando de Mitre ni de la Triple Alianza, tenga que decir "hicimos" y sea verdad, ya que viví en tiempos que, lejos de terminar con la lesa humanidad, la multiplicaron de un modo que hasta la oculta de tanto repetirla. Hasta hay premios Nobel de la paz entre aquellos que ordenaron genocidios
Los pueblos de nuestro continente diezmados, las cruzadas, el esclavismo, África condenada a la sangría permanente, Armenia, el Holocausto, los asesinados y enterrados en tumbas aún sin nombre ni reconocimiento en España. Y Vietnam, Libia, Irak. Y otros pueblos que no tuvieron la posibilidad de que se sepa, pero alguna vez se sabrá y aunque no, igual habrá de pesarnos. Y lo que hicimos en Paraguay. Eso que hace que yo, aún no nacido cuando esa invasión, nunca soldado, nunca bajo mando de Mitre ni de la Triple Alianza, tenga que decir "hicimos" y sea verdad, ya que viví en tiempos que, lejos de terminar con la lesa humanidad, la multiplicaron de un modo que hasta la oculta de tanto repetirla. Hasta hay premios Nobel de la paz entre aquellos que ordenaron genocidios
Eso es la
lesa humanidad: Delitos cuyo castigo, siempre ínfimo en relación a lo que pena,
habrán de revivir en los peores y los mejores momentos de toda la humanidad
mientras la humanidad sea. Castigo que no viene a reparar lo irreparable sino a
convalidar que la inmensa mayoría, los que no hacemos ESO, nos protegemos para
que no se repita, para que haya memoria, para que nuestras vidas y las de los
que vendrán sean un poco mejores.
Dos certezas.
Una: ningún genocidio se perdona, todo genocida debe pagar hasta el último
segundo de su pena. Otra: sólo con memoria, verdad y justicia podemos seguir
adelante aún con nuestros fantasmas. Lo demás es hacer una vida que sea tan
valiosa que hasta pueda atenuar algo de lo perdido. Y una más, vivimos en el país y formamos parte de un pueblo donde
ambas certezas son posibles.
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