martes, 21 de mayo de 2013

Germán, El Eternauta y nosotros como personajes


Ya sé que es una novela, una serie, pero por momentos me saca una lágrima.
Es como en El Eternauta: sabés  el final -al menos el que se mide en términos de una vida individual- y en cada paso de Germán en esta serie sentís que está más acerca de su muerte, la peor de las muertes, la de saber que te precedieron tus hijas.
Por momentos uno desearía que Solá lo actúe mal, que no sea creíble, que su ficción no esté a la altura del personaje y que esa falla, ese defecto, te ayude a dudar de ese final, aunque ya lo hayas vivido.
Quiero volver al tiempo en que mi viejo bajaba del tren los viernes a la noche y caminábamos, mi vieja, él, yo, las trece cuadras que se alargaban desde la estación Torres, del Urquiza, hasta nuestra casa. Mi vieja que hablaba mucho, mi viejo que casi nada, los vecinos y los saludos al paso, obligados, amables, interminables.
Llegar a casa y esperar que el viejo se tome su tiempo para dejar en un tacho los mamelucos para lavar, luego sacarse los zapatos y por fin, mientras mi vieja le prepara su consabido y compartido churrasco con puré,  ver que Él abre su bolso del que sacará un montón de cosas de las que no hay en el pueblo hasta que, por fin, me pondrá en la mano otra entrega de El Eternauta.
Recuerdo hasta ahí, después el hilo se pierde. Si lo pienso estoy seguro que la casa desaparecía tal cual era y todos quedábamos incluidos en el tiempo de las nevadas, los Ellos, los Manos, los Gurbos y la Resistencia.
Sin embargo no es ese mi recuerdo; el viejo me da la revista el viernes a la noche y el sábado estamos en el galpón con Alberto, Leonardo, Martina, el Gordo y el Pulga, algún otro amigo, las cabezas pegadas y la mirada fija en cada tira, las protestas del que lee más rápido y quiere volver la página, los sopapos del más lento, las exclamaciones,  esa tristeza que te invadía a cada cuadro y, sin embargo, esa esperanza que se renovaba a cada fin de tira, cuando lo inevitable otra vez era sorteado y a pesar de todo y contra todo, una nueva salida proyectaba la historia hacia adelante,  hacia otros héroes tan parecidos a las mujeres y hombres que conocíamos todos  y hacia otros  villanos. Esos monstruos malos  que como chicos podíamos  temer, pero como en un juego: el repetido ejercicio de aterrarnos para disfrutar ese alivio interminable que trae la vuelta a la realidad, es decir, el mundo que podíamos comprender como pibes y donde esa maldad parecía no existir.
Faltaban ocho años para que mi viejo - ahora era yo el que llegaba de vez en cuando y Él vivía con mi vieja en la punta del pueblo- una noche comentara al pasar y sin motivo aparente “los porteños son curiosos”. Y agregó: “caían las bombas, rebotaban las balas en la avenida y la gente que se había refugiado en los zaguanes, en los paliers de los edificios, no aguantaba y se asomaba para ver qué pasaba. Y volvían a esconderse, pero al rato otra vez a mirar.” “Cuando bombardearon Plaza de Mayo, digo. Estábamos en ese edificio con Rolando, pintando un departamento, una changa que habíamos conseguido. Y vimos desde la ventana, el fuego, el humo y la gente. Y dejamos todo, cerramos la ventana y bajamos”.  Faltaban ocho años entonces para que yo me enterara que mi viejo era también curioso, como los porteños y para que su relato, que terminó en aquello de la curiosidad sin que pudiera sacarle una palabra más, me hiciera vislumbrar como ningún libro, ninguna discusión de facultad, que la maldad de los Ellos ya convivía con nosotros antes que leyéramos El Eternauta.
Pero en aquellos días del galpón y la espera, la exclamaciones, los pantalones cortos y el tiempo robado al futbol o la gomera, en aquellos día en que todos queríamos ser Juan Salvo o Franco, Germán Oesterheld nos asomaba a un pasado silenciado y nos preparaba para un futuro de dolor, resistencia, muerte, destrucción y esperanza. 
Juan Salvo o Franco, Favalli, Elena –que desde la tira empujaba por ser algo más que el ama de casa que se auguraba a cada mujer en el fin de los cincuenta- siempre buscando su fuerza en los demás, siempre volviendo por el amigo, siempre pensando de conjunto un futuro que vale si se comparte. Como el relato de mi viejo ochos años después (y ese año, recuerdo, asesinaron al Che) a cada tira de Germán todos encontrábamos nuestro lugar como personajes. Algunos, para siempre.
Y ahí está hoy Germán en la tele, 
Un pedazo de uno que quisiera que nada haya pasado y que los nuevos capítulos estén por llegar en el tren del viernes a la noche. 
Un día alguien que hubiera inspirado a Oesterheld resultó presidente. Otro día hubo quien vio la similitud y la tradujo en Nestornauta. Y aunque el Flaco se fue antes de lo esperado, empuja desde la historia como Juan Salvo. Otro pedazo de mí, aquel en el que me reconozco, que siente, siento, que tras la tragedia estoy, estamos, en uno de esos cuadros de la tira en que el misterio abre lugar a la esperanza y todo es posible. 
Y recreo la ilusión, como en aquellos años, porque aunque hoy Germán ya no escribe su historieta, estamos haciendo historia en la clave que supo descubrirnos. Y todo es posible.

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