Roberto Tesouro,
amigo y colega, murió el viernes pasado.
Con Roberto
nos conocimos en aquella gran aventura que propuso Floreal Ferrara en 1988, el
Plan ATAMDOS.
Nuestro primer
viaje a Cuartel V, 21 km de la estación de Moreno, fue en la caja de un camión,
junto a una docena de trabajadores de salud que completarían la planta de la
unidad sanitaria Anderson.
Roberto y
yo, lo supe después, éramos casi complementarios: Aunque más joven él era un
tipo calmo, mesurado, prolijo, de no levantar la voz, bastante deportista. Entre
tanta diferencia compartíamos lo principal: el amor por la familia, la profesión psicoanalítica
y el trabajo comunitario, la seguridad de decir lo que se piensa, el debate político y por la camiseta, aunque en ambas no íbamos
por el mismo equipo, Roberto era tan de los diablos rojos como yo cuervo.
Aquel día ya
en el barrio, juntos presenciamos el discurso del intendente frente al grupo de
vecinos que se reunió a ver cómo la salta
se ponía a tono con sus necesidades.
Al terminar
su discurso el intendente tuvo la deferencia de preguntar si alguno de los
recién llegados quería decirle algo al barrio. Nadie tomó la palabra. Antes de
que alguno de nosotros decidiera algo, un vecino se adelantó y preguntó “¿van a
atender o no van a atender hoy?”
Sin todavía conocer
nuestros nombres, Roberto y yo entendimos el mensaje. Dejamos para el día
siguiente preparar nuestros consultorios y mientras nuestros compañeros se dirigían
a los suyos, cuaderno en mano armamos los turnos para pediatría, clínica,
enfermería, odontología. Ya se enteraría el barrio que llegaron dos psicólogos
y, con el tiempo, conocería nuestra utilidad.
Compartimos los
asados de los sábados en el fondo de la sala, los viajes a dedo, cuando al día
20 ya no alcanzaba el sueldo para pagar colectivo, un mes de coordinar 27 ollas
populares desde la sala en pleno golpe económico contra Alfonsín. En esas ollas
generamos una experiencia tan inédita como olvidada: los mismos vecinos a cargo
de las ollas hicieron, con nuestra orientación, un relevamiento de las necesidades
de salud de sus treinta mil pobladores.
Ya en el
menemato, sufrimos juntos que las ollas cedieran lugar a la desmovilización y
la expectativa. Un día tuvimos que viajar en dos autos para rescatar a los compañeros
de la sala Indaburu, que habían sido sitiados a punta de pistola con gente de
Aseff, el “nuevo intendente” que el
innombrable rescatara del Proceso. Al
día de hoy me pregunto cómo hicimos, desarmados, que el tipo de la pistola se
fuera con los suyos y dejara la sala libre.
Yo ya vivía
en Moreno, pero Roberto viajaba diariamente los 50 km que separaban Parque
Centenario de Cuartel V. Como siempre, sin
estridencia, venía, atendía, acompañaba a los compañeros en los momentos más
duros, hacía que las diferencias de viaje y distancia para cada uno no se
notaran.
Pero existían.
Esa distancia y la ofensiva de la derecha pusieron el ATAMDOS de Anderson a
prueba y todavía tuvimos energía para las últimas gestas: junto a los vecinos
de Las Catonas, un barrio del FONAVI en que vivíamos algunos del equipo, nos
movilizamos para abrir una sala que llevaba una década de postergación. De un
asentamiento de inmigrantes en tierras empobrecidas por los hornos de ladrillo
pasamos a una urbanización de monoblocks donde convivían estafados de un plan
gremial de vivienda con familias rescatadas de inundaciones, a razón de mayor puntaje
cuanto más hijos.
Juntos
también, fuimos una y otra vez con el resto de los ATAMDOS del Conurbano a La
Plata hasta que, a fuerza de tomar el Ministerio de Salud, cortar la ruta 3 y
otros menesteres, pasaron a todo el personal ATAMDOS a planta permanente: el
último grupo que pasó al trabajo en blanco estatal en la Provincia de Bs. As. durante
el menemato.
Procesos
burocráticos, la paulatina disolución del equipo y la necesidad de no repetirnos nos llevaron a otros barrios, Él a Paso del Rey, yo a Zona Norte.
Roberto ya
alternaba el trabajo en sala con espacios de formación, en Herramienta,
dirigiendo estudios de opinión, sufriendo la debacle del rojo. Cada tanto una
llamada nos juntaba a la distancia por un rato para arreglar la derivación de
alguien, algún reclamo gremial, saludos de fin de año, en fin escucharse un
poco.
Después encontrarnos
tras el 2003 y descubrir que también compartíamos el kirchnerismo, la felicidad
por la militancia de nuestras hijas, celebrar tanto derecho recuperado y un
mundo de esperanza por delante.
El sábado me
llama mi hija a casa, me cuenta de la muerte de Roberto con tanto sentimiento que
casi no me atrevo a preguntar de quién habla. Ningún Roberto se me hacía tan
lejos de su final como él.
Por la tarde
fuimos a Chacarita a esas despedidas tan necesarias como duras.
Ver a su compañera y sus hijas ir y volver del llanto, sus amigos y la gente con que trabajaba con algo de perplejo, seguramente la incredulidad en esa despedida, la memoria de Roberto convertida en un cajón que sólo unos pocos vemos deslizarse por la cinta hasta desparecer tras la puerta de dos hojas del crematorio.
Ver a su compañera y sus hijas ir y volver del llanto, sus amigos y la gente con que trabajaba con algo de perplejo, seguramente la incredulidad en esa despedida, la memoria de Roberto convertida en un cajón que sólo unos pocos vemos deslizarse por la cinta hasta desparecer tras la puerta de dos hojas del crematorio.
Algo de la muerte y del adiós se me escapa siempre y lo celebro. Prefiero quedarme con el recuerdo de lo
compartido, pensar que un día de estos le mando un mensaje o lo encuentro en un
acto. Como siempre
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