martes, 29 de agosto de 2017

Eduardo Porta. El Hotentote y el vasco van en auto



Eduardo Porta fue en tiempos del último genocidio “desaparecido”, también preso de Cárcel en Córdoba y antes “chupado”, en La Perla y en Campo de la Rivera, también fue el único condenado a muerte en Consejo de Guerra y, sobre todo fue militante antes, durante y después de estos largos años privado de su libertad.

Sus compañeros lo llamábamos “el hotentote”, Grandote, algo de cortes secos en la configuración de su rostro, serio serial, todo daba para el apodo que le pusieron los cordobeses a fuimos adoptando los que lo conocimos.

Este año hubiera cumplido, creo, 63. No tuvo esa posibilidad que descubriera mi hija un 28 de diciembre en mi propia vida: “papá ya pasó más tiempo desde que saliste en libertad que los años que tenías al ser detenido”. Momento en que uno comprende que hay casos en que la vida se divide en antes y después y que alguien puede llevar años mirándote y pensando algo y que vos, aunque estés muy cerca y muy pendiente de ese alguien recién vas a saberlo cuando una frase como esa sale de su boca.

Pues bien, Eduardo no tuvo esa posibilidad, tampoco pudo ver cómo se encontró definitivamente con la memoria, la verdad y la justicia el siniestro personaje que lo acompaña en el relato que adjunto, ni cómo se cumplieron sus sueños y los de muchos en doce años que esperamos repetir.

Tampoco vio cómo esa comba que lo llamaba desde el asiento de atrás, creció desde unos pocos meses sin posibilidad de recordarlo por sus vivencias, pero llegó a parecérsele en mucho, su hija, tan entregada hoy a su profesión y a su vida como Eduardo a todo lo que hacía.

Tampoco y debo decirlo también porque nada puede decirse en estos días sin comenzar por decir que nos falta Santiago, tampoco Eduardo pudo ver cómo volvía a pasar, cuarenta años después de lo que lo chuparan, cómo otra vez se llevaban a alguien y el gobierno lo niega, lo encubre, lo difama y los más grandes medios de comunicación colaboran con el intento de borrarlo y el sufrimiento de quien nos falta emerge en los que reclaman.

Y uno encuentra otro motivo, junto al cariño, la nostalgia de lo que se fue, el dolor, la bronca, el amor por los Suyos (los de Eduardo, los míos), otro motivo para no resignarse a que Eduardo ya no esté: estaría con nosotros, con los que queremos que aparezca Santiago con vida, con los que seguimos yendo por un mundo mejor, con los que repudiamos el tipo de humanidad que encarnan los que hoy gobiernan.

Se te extraña Eduardo. Y te querríamos con vida, como cada día, aunque quizás te nombremos más los 29 de agosto.

Lo que sigue es tal cual sucedió, aunque dicho en mala literatura. Fue en 1989 y Eduardo se fue unos meses después.

Hotentote y el vasco van en auto.
Es 24 de diciembre y la charla va de democracia lavada, frutas secas y milicos a la compra de una damajuana más, porque van a ser muchos en el festejo y tal vez no alcance. (Otro día el vasco me contará que en realidad no había fiesta hogareña, pues se habían juntado los kelpers –los sin familia en Córdoba- y volvían en dos taxis de tomarse unas cervezas en el Centro).
Con su compañera en el asiento de atrás y toda su panza de embarazo de seis meses, Hotentote mezcla su atención entre esa comba que lo llama y pide su mano reposando sobre el vientre de Ana y controlar el andar del auto, la calle, los chicos en las veredas, vecinos que se saludan, compras de último momento, el disparo confuso de algún cohete, el desasosiego un tanto alegre que precede a la nochebuena.
Al girar en una esquina el paisaje se altera y pinta otra noche: un patrullero a media cuadra con las puertas abiertas, policías que gritan arma en mano, gente que desaparece sin que uno atine a ver por dónde se escabulló, un flaco que se recorta en el cuadro cambiante. El flaco zigzaguea en una bicicleta y mira hacia todas partes sin que se pueda prever cuál será su rumbo final. Lo reconocen al momento: el loco de la música, un pibe que ronda la plaza del centro en una bicicleta, llevando detrás un gran aparato con el que siembra música a su paso, sin más comunicación con la gente que los sonidos cambiantes y un silbido para abrirse paso.
A pesar que el taxista afloja la marcha, justo el flaco enfila la bicicleta hacia la calle al pasar del auto y tras el golpe sordo del paragolpes que le da en las piernas, se eleva casi horizontal frente al taxista, el Vasco y Hotentote, la bicicleta aferrada por manos y piernas y cae sobre el capot para quedar inmóvil, ya detenido el auto, contra el parabrisas que banca el golpe final sin astillarse. Y la bicicleta entre las piernas. El vasco va a decir algo, pero Hotentote, que entiende la excitación de los canas que ya están casi sobre el auto, le dice que apenas pueda siga con el taxi y lleve a Ana a casa, que él –Hotentote- va a ir a la comisaría a ver si puede hacer algo para que esta noche, justo nochebuena, el loco de la música, que seguramente en un momento de excitación, susto y heroísmo no se detuvo a la voz de alto de alguno de los canas, se va a comer en cambio la biaba de su vida.
Cuando Ana, el Vasco y  los demás están acordando seguir, el auto queda rodeado de gente que apareció con la misma rapidez con que antes se perdió de vista, pero ya no hay pibes parecidos al que se recupera, extendido en el suelo, boca abajo y con las manos esposadas atrás, mientras los canas le revisan la cintura, le preguntan cómo se llama, sin escuchar las voces que dicen "el loco de la música, es buen pibe” y pasan aviso por radio que tienen un detenido en la calle tanto, barrio tanto de Córdoba.
Sentado en un banco de la seccional IV, el Hotentote se pregunta si el tiempo que lleva esperando para hacer la declaración, más el que va a perder con el oficial apaleando el teclado, los saludos, la comida suspendida en su casa, porque todos esperarán su llegada y ver que está todo bien, que él está bien, piensa si su sola presencia, en fin, va a ayudar en algo a que el pibe, de quien nunca supo su nombre, se estrene de preso temporario sin pasar por la golpiza iniciática, hoy previsiblemente más dura, porque vendría cargada con el escabio y la bronca de los canas por tener que cubrir la guardia justamente en nochebuena. En lo mejor, se dice, me tira algún teléfono y le aviso a la familia.   
El Hotentote está casi en stand by, un poco por estar donde está y ser él carne de pozo, de campo de concentración y de cárcel, otro poco por la película de la biaba y el pibe que, de no mediar la voz de alto y su rebeldía, debería estar molestando en su casa (¿tendrá dónde y con quién estar este flaco?) metiendo ruido con el pasacasette mientras la vieja le pide que lleve vasos a la mesa, la hermana le grita que baje la música y el viejo, estratégicamente apartado en un lugar fresco, le hace señas para que se acomode en su compañía, allí donde no circulan las demandas de los preparativos de nochebuena. Así que cuando ve acercarse la  figura que entra y va hacia él, desde la puerta de entrada a la comisaría, figura que se desplaza con la seguridad de estar en su ambiente, Hotentote reconoce a medias en su perplejidad que, vestido de pantalón y remera, con paquetes en las manos, el que se acerca es Menéndez, el general, el torturador, el genocida con que confrontó en Campo de la Rivera, en el tribunal militar y en todas las noches de los días que viene viviendo desde que lo capturara un comando –de Menéndez- en el ’76.
El tipo llega a la altura del pasillo donde está el Hotentote y sigue su camino sin cambiar el paso, sin saludar ni dar señal de haber registrado la presencia de Hotentote en el banco, extiende sus pasos hasta la puerta que se abre en el fondo, entra y la cierra, atenuando con esa acción el vocerío que su entrada ha disparado entre los canas de guardia. Como todos los años, esta vez ante la presencia de un testigo inesperado, el General Menéndez cumple con su ritual de navidad: recorre las 14 seccionales de policía de la ciudad de Córdoba para repartir -siniestro Santa Claus en una sociedad marcada por lo siniestro- turrones y frutas secas entre los policías de guardia.
En el lugar menos indicado y en el momento menos previsto, Hotentote ha tenido a una distancia de centímetros, a solas y sin nadie que pudiera intervenir, al causante de un odio y un dolor que, si bien son suyos, él sabe compartido por miles de víctimas, madres, padres, hermanos, amigos, compañeros, que seguramente han soñado como él un momento así durante años.
Mientras declara frente al oficial de turno, el grandote verifica que sus dos vidas –la suya y la de Menéndez- siguen cada una el derrotero previsto, sin mayores cambios. Él trata de aliviarle la mano a un pibe que no conoce y que quizás nunca pueda zafar del desastre que abra en su mente ya precaria esta primera noche de tumba. Terminará de declarar y se irá a compartir esta noche con amigos y compañeros, en este tiempo que siente que apesta, con tanta basura paseándose por la calle. Menéndez, en cambio seguirá alimentando las fieras de la destrucción, con su sólo vivir y con este ridículo ritual de reparto navideño a viejos torturadores y nuevos canas a los que otros preparan para seguir su senda.
La reflexión no lo consuela para nada, así que relatará este momento una y otra vez y revivirlo le revivirá mil puteadas que quedaron sin salir ese día en el que hizo lo único que podía hacer antes de irse a brindar por la llegada de nochebuena con su gente. Pero lo alcanzó la sombra.          

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