miércoles, 6 de junio de 2012

Ray Bradbury: algo de nuestros setenta que se va, algo que queda

Bradbury se fue hace un par de horas. Tal vez, con sus 91 años no conocía la influencia que tuvo sobre mi generación, la de los ,70, en Argentina.

Mi primer contacto con la ciencia ficción fue “El Eternauta”. Mi viejo lo traía en su bolso al bajar en la Estación los viernes, tras cinco días de alternar, Él, entre el taller de la Shell, la pensión y la fonda de Chacarita. 
El viejo no sabía de ansiedades ajenas, así que había que esperar a llegar a casa, en la otra punta del pueblo, quince cuadras y muchos silencios mediante. Allí abría el bolso del que, junto a otras maravillas, sacaba por fin esa precaria revista de hojas alargadas donde Franco, Juan Salvo, Helena, gente como nuestros viejos, sostenían su lucha desigual contra Ellos, manos, gurbos y robots, allá en mi ciudad natal, tan lejana que aquella aventura tal vez estaba sucediendo en una realidad que aún no llegaba a nuestro pueblo. Años después viajaba primero a Luján, luego a General Rodríguez, a terminar el magisterio y noviar. Un día una profesora de Educación democrática lloró ante mi pregunta ¿por qué estudiamos la constitución si tenemos gobierno militar? Tardé en entenderlo. 
Ya en Capital, en el Ingreso a Filosofía y Letras, un cura tercermundista de esos que el escaso genio de Onganía dejó ingresar tras creer que había purgado la universidad "de zurdos", nos puso a discutir el  libro de Pablo Cappana, “El sentido de la ciencia Ficción”. Era texto obligatorio. Su lectura y análisis eran una suerte de juego sorpresa: leíamos un texto de Camilo Torres, Mao, el Che, pero abríamos el libro de Cappana cuando el cana que recorría los pasillos espiaba por la mirilla o entraba al aula desconfiando. De nuevo porteño, entre pasada y pasada del servicio, fui conociendo una ciencia ficción más allá de la historieta. Los libros de Clarke o Bradbury pasaron a entibiarse bajo mi axila junto a Cortázar y Rozenmacher.         
Recuerdo una noche viajar a mi pueblo. Una escapada para comer abundante, comida de verdad y sentir cobijo en casa de mis viejos, compartir una mesa de truco y Legui con amigos que al final harían la pregunta de siempre “¿Y? ¿qué pasa en la Capital?”   
Pasé por la estación de Once, la de Luján, su terminal. Al momento que el “San José” cruzaba la barrera en la entrada al pueblo, yo terminaba de leer “El dragón”, un cuento cortazariano de Bradbury que recuerdo, junto a "El día que llovió para siempre" y "Remedio para melancólicos", casi cada día. La noche en la ruta 192, hasta llegar a la vía y su lamparita solitaria, era tan cerrada como en el cuento. Al cruzar la las vías me sorprendió que no avanzara desde la negrura el ojo luminoso, flamígero, esa traza de un poder al que el caballero de la armadura esperaba lanza en mano  para renovar el combate eterno. Durante dos horas y media anduve por mundos de Bradbury y mi otro viaje, setenta kilómetros que unen o separan Independencia y Urquiza de Torres, sólo fue algo de ruido y luces irrumpiendo en lo contínuo. 
Pero no pienso en aquellos textos que vaya a saber por qué pedagogía aquel cura cuyo nombre no recuerdo me hizo conocer junto a “El cochecito” y Taco Ralo. Ni las “Crónicas marcianas” ni  “El hombre ilustrado” me dan la influencia, más bien la compaginación de Bradbury con los ´70. 
Hablo de Farenheit 451. Antes que el libro, que leí mucho después ya en
Devoto, hablo de la película de Truffaut que fuimos a ver con mi hermano y que me hizo compañero para siempre a aquellos memoriosos que elegían un libro para que sobreviviera en sus memorias, un mundo de palabras resguardado de las quemazones de bomberos devenidos en asesinos de historias e identidades. La anciana que elige inmolarse entre sus libros ya rociados de combustible, los secretos de una muchacha en miradas que se cruzan en un transporte público, el bombero Sontag que elige lo lábil y efímero de esas existencias a la seguridad de vivir para siempre entre la TV omnipresente y los pensamientos reglados. 
Algo unía ese mundo árido con nuestros ´60/70, donde la noche de los bastones largos vino, creían Onganía y López Aufranc, a cerrar el desmantelamiento de memoria e identidad iniciado junto a los bombardeos a la Plaza de mayo. arrasamiento que siguió con la supresión de nombres, la censura de textos, el silencio en diarios y la radio extendido al silencio familiar, la ambigûedad, sobre todo aquello que pueda traer peligro a casa. Silencio y negación, aunque lo propio pase a ser inexistente y aquello que sobrevive resulte ajeno o inexplicable. 
Y frente a ese desgarramiento, la resistencia de los memoriosos: aquel cura de la Facultad, Walsh, la CGT de los Argentinos, Tosco, mis compañeros de la militancia estudiantil y esos amigos y los desconocidos que nos llevaban a alfabetizar en los barrios y los gremios y nos contaban historias más extrañas que las de Bradbury. Un país que nos costaba tanto recuperar porque al buscar podías conocer a Ho Chi Minh antes que a Blajakis, Guernica te era más familiar que la hilera de cadáveres dispuestos sobre el asfalto frente a una Catedral indiferente el 16 de junio de 1955, Sarmiento y Roca se veían sin genocidios. Illia había sido depuesto por los mismos golpistas, laboratorios y petroleras, pero diarios y revistas lo sepultaban bajo historias de tortugas. 
 “Sin educación, los libros se queman solos" dijo Bradbury desde Los Ángeles, por videoconferencia en nuestra Feria del Libro. Tal vez fue efecto de la traducción, tal vez un malentendido, pero pienso que Sontag, aquellos seres casi sin esperanza de Farenheit 451, lo que enseñaban era que sólo la resistencia y la memoria  pueden salvar nuestra identidad en medio del fuego y el olvido. 
Tal vez para el Bradbury de los ´60 la resistencia fuera otra forma de la educación.   
Ya no puede contestarnos, pero quedan sus textos para que sigamos recreando nuestra identidad como también lo quería Oesterheld: junto a los nuestros, apelando a la fantasía, la memoria y el coraje. 

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