lunes, 27 de junio de 2022

PÁJAROS SIN VUELO, EL MUNDIAL '78 Y LA CÁRCEL

Un pájaro en actitud de levantar un vuelo imposible, por su tamaño y su torpeza. Por peso del metal brillante extendiendo su brazo. La silueta del yuga se recortaba en la pasarela. Emponchado, una frazada con un tajo en el centro le servía allí, para cubrirse del frío de esa tarde. En el pasillo aún atronaba el parlante.

Ese año no tuve visita.

Mis viejos llegaron unos días antes a Resistencia, me enteraría un año después, tras juntar peso por peso para bancar el costo de los pasajes. 


En la entrada de la cárcel de Villa Libertad les dirían: "está sancionado por inconducta. No tiene visita". Traducido: 30 días de dormir en el piso en "los chanchos", comer poco y salteado, baños de agua fría, caminar en círculo por una celda de 3 x2. Tres veces hacia la izquierda, tres veces hacia la derecha, para que rodillas y pies izquierdos y derechos tengan el mismo esfuerzo. Recitar mientras camino a la derecha, cantar mientas camino a la izquierda. Un poco para ejercitar la memoria y los afectos que viven en esos versos, otro poco para sufrirlos menos. 

Y el escozor en el estómago que va cediendo con los días, hasta que sólo aparece cuando anticipo con el pensamiento mi regreso al pabellón. Los abrazos de los compañeros, la leche que fueron reuniendo para que recupere carne y kilos, para que me prepare para el seguro próximo chancho.

La cárcel había incorporado en aquellos días la política de los "movimientos vivos". Un oficial, Brocaz, era el abanderado de la humillación y las sanciones.

Durante años, nuestra negativa a llevar las manos atrás, a fijar la mirada en el piso, a cumplir órdenes como "cuerpo a tierra", "salto de rana" o "abra el libro" era un límite de dignidad que no habíamos cedido. Tras los asesinatos de Margarita Belén ese límite podía parecer una nimiedad, pero era sin embargo una señal de resistencia. “Somos presos políticos. Mientras los yugas vean eso, lo poco que podemos aportar desde acá estará cumplido. Cueste lo que cueste”.

Días enteros de discutir esto celda a celda, pabellón a pabellón. Y las idas a los chanchos se fueron sucediendo sin que esa señal de dignidad desaparezca.

Ya entrados en el otoño del '78, un nuevo debate se instala de celda a celda, de pabellón a pabellón: "¿Qué posición tener ante el Mundial? " 

Con lo poco que nos llegaba por alguna visita y luego circulaba de ventana a ventana, desde manos cada día más rápidas transmitiendo el mensaje “de afuera” a las miradas también más perceptivas, los presos de Villa Libertad armábamos algo parecido al devenir de las sombras en la pared de la caverna de Platón: una referencia, algo que nos ordenara la vida colectiva, algo a lo que atar nuestros recuerdos y el día a día de cada prisionero.

No debía ser necesariamente algo bueno, ni siquiera debía ser esperanzador. Bastaba con que el juego de siluetas tuviera su lógica y trazas de los sueños e ilusiones que los genocidas vinieron a aniquilar con nuestras carnes. "No van a salir muertos. No queremos mártires, héroes. Uds. van a salir idiotas o tullidos. No van a ser ejemplo sino a dar lástima, vergüenza". Me decía Brocaz una noche de apaleada y negativa en los chanchos.

Nuestro mundo y el de ellos.

El Mundial vino a romper esa sencilla y profunda diferencia.

De un lado la dictadura, los secuestros y asesinatos de Estado, la entrega de soberanía, los campos de concentración, los muertos de todos y cada uno, el reino de la perversión.

Del otro, el bien colectivo, bañado en dolor y sangre.

Y desde algún lugar la felicidad, esa fugacidad necesaria, indispensable, que no cede, que reclama ser hasta por fuera de cualquier lógica.

Ahí estábamos. En cada pabellón de Villa Libertad, divididos por el Mundial.


“Es propaganda a la Dictadura, humo para tapar los asesinatos, para ocultar el oprobio, la entrega. Es una afrente a nuestros caídos, a nuestra historia de resistencia.” Y era cierto, lo es.

“Es una necesidad. No importa para qué sea, cuando nuestro pueblo se junta la consecuencia es su resistencia. Aquello que se viene ocultando va a salir a superficie. Por la actitud de algunas delegaciones, por la venida de la CIDH, porque nuestros familiares van a poder moverse menos expuestos dada la mirada del mundo puesta en Argentina”.  Y era tan cierto en esos días como lo es hoy.

Para colmo, un día un sonido atravesó los pasillos de los pabellones y a cada celda y a todos los presos llegó el relato siniestro de Muñoz. No recuerdo qué partido era, pero sí aquello de demostrar que éramos derechos y humanos, que la Argentina era una tierra de paz y de fair play.

Partido a partido aumentaba la división y no.

Los pocos momentos en los que podíamos juntarnos en las mesas de los pasillos, un rato a la tarde para tomar mate con un agua inexplicablemente caliente saliendo de algunos termos salvados de las requisas, ya no seguíamos discutiendo para no agredirnos, pero el Mundial avanzaba y las miradas, animosas y culpables de un lado, resentidas y serias de otro, identificaban el sentir de cada quién.

No recuerdo qué comimos al mediodía del 25 de junio de 1978. Tal vez surubí. Los trozos dorados, uno por cada preso del pabellón, la grasa aún derretida que los compañeros de fajina dejarían, al terminar el reparto, en los pequeños recipientes que los “fogoneros” manteníamos sustraídos a las requisas. Era el combustible con que calentábamos el agua tras una requisa del ’77 que se llevó todos los calentadores y los fósforos, pero nos dejó las pavas. Una provocación entre tantas.

Yesca, chispero, el olor a pescado quemado recorriendo la tarde y el mate compartido. Contra las y los presos, desaparecidos, asesinados, el dolor y el temor en cada casa, cada fábrica, en cada oficina, cada escuela, cada barrio. Esa era la correlación de fuerzas y esas eran las posibilidades de cada parte. Y la felicidad reclamando espacio.

Pero esa tarde, la de la Final, no salimos ni hubo mate compartido.

Muñoz avanzaba con Kempes y retrocedía con cada ataque holandés. Y yo agradeciendo que compartía la celda con “Jaines” (Hines), tucumano y del grupo de quienes deseaban la derrota de la selección. Pero Él, en una suerte de transversalidad, estaba de nuestro lado: ¡hay que ganar!

Pasa cuando uno siente desde dentro de un sentir que sabe colectivo: la emoción lo invade todo, nada la contradice, de los detalles de momento queda sólo aquello que la alimenta. El resto desaparece.

La celda, el pájaro monstruoso en la pasarela, el metal de los barrotes que nos separan y del FAL en sus manos viven por esos minutos en un once contra once, con más de 70000 espectadores que los rodean, en un rectángulo de 105 x 70 metros. Bertoni completa en el minuto 116 lo hecho por Kempes en el primer tiempo y en el suplementario y la explosión en los pabellones a cada gol de la Selección indica que algo fue cambiando, que ya son pocos y habrá que hacer mucho para que su dolor decaiga, los presos que quisieran el triunfo naranja.


Pero la Argentina de esos años era un espejo negro. Ni el menor logro llegaba sin zozobra, temor, dolor y sufrimiento. Así que ni el tres a uno a favor de la Selección parece definitivo y el festejo es aún contenido hasta que Muñoz, ese antecedente indigno de lo que son la mayoría de quienes viven del fútbol sin jugar ni al metegol, dice que el partido ha terminado, que somos campeones. Y los golpes de casi todos los presos de Villa Libertad contra las puertas de las celdas y las mesas de metal se juntan en un sonido que en las rejas de nuestra ventana es roto por la ráfaga del FAL que sale a fogonazos desde el pájaro emponchado hacia el cielo de Resistencia e instala por un segundo aquellos versos de Urondo, escritos en el 73, en la cárcel de Villa Devoto: “Del otro lado de la reja está la realidad, de este lado de la reja también está la realidad; la única irreal es la reja”. Fueron segundos, un instante.

A veces resurge la discusión sobre aquellos días, sobre el Mundial, la dictadura, el genocidio, la memoria o desmemoria, la dignidad, el dolor, la esperanza.

Los pueblos tienen otros tiempos y procesos que cada uno de sus miembros. Tengo para mí que ese Mundial y ese resultado dejó muchos caminos bifurcados, pero me quedo con el que elegí en aquel momento, tal vez algo influido por lo paradójico de estar presos en un barrio que aún se llama Villa

Libertad, en una ciudad capital que se llama Resistencia.

Esos jugadores, a los que alentamos sin que nuestras voces lleguen más allá de los muros de la cárcel, tenían que demostrar y lo hicieron que a pesar de todos los pesares nuestro pueblo no estaba tan de rodillas como para perder un mundial en nuestra tierra. Aunque la injusticia reinara sobre ella.

Una raya de dignidad quedaba dibujada.       

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